A partir de la muerte de Felipe II y durante el reinado de los últimos Austrias, en el transcurso de un solo siglo, España pasó a gobernar el mundo a la categoría de segunda potencia.

Las epidemias le hicieron perder la cuarta parte de sus habitantes. Importantes ciudades del interior cayeron en ruinas, quedando algunas convertidas en páramos. Los impuestos de la Corona y los señores dueños de ciudades y campos hicieron huir a labradores y artesanos hacia lugares del litoral, más libres, menos amargos, empujando a muchos a la vida eclesiástica, al mar o a sentar plaza en los ejércitos que aún el rey en Europa mantenía.

Para las mujeres tan sólo la primera solución servía: ingresar en un convento con vocación o sin ella, a veces casi niñas. pero pronto las favorecidas, más lejanas de la corte, en comarcas desérticas. Todo ello, unido al clima espiritual reinante, dio lugar a una serie de interminable de acontecimientos que, extraordinarios o no, influirían en aquellas almas siempre a la espera de la hora de la muerte. Visiones, curaciones, falsos profetas, toda suerte de hechos milagrosos mezclados con peculiares interpretaciones de los libros sagrados, nacían cada día y corrían de boca con gran rapidez, en un mudo cargado de miedo y de piedad cuando no el sexo y fe, de un amor que, luchando por abrirse paso a flor de piel, acababa por buscar otros caminos quizá menos acordes con la moral del siglo.

A uno de tales casos se refiere esta historia, una historia de amor (con mayúscula), de ayer y de hoy, de siempre; a ratos melancólica, a ratos burlona  y en pocos  momentos -comparables a lo mejor de un Ingmar Bergman o a la mística de Teresa de avila- sublime. Sin duda la mejor novela, hasta hoy, de este auténtico creador que es Fernández Santos.