Una comedia ligera.
Un verano y un veraneo de posguerra: hace muy pocos años que callaron las armas en Europa, y la guerra civil española empieza a ser ya un recuerdo, aunque su huella resulte visible tras la forma en que, con la energía que dicta el instinto de supervivencia física y moral, se organiza la vida cotidiana de la gente. Estamos en Barcelona, y también en una no lejana localidad de veraneo, y un distinguido comediógrafo, cuyas piezas quizás empiecen a quedar pasadas de moda, vive las perplejidades de la entrada en la edad otoñal, no menos que la indecisión y el titubeo entre simultáneos o sucesivos reclamos amatorios. Parece el esquema de una comedia burguesa de costumbres; pero la irrupción del crimen y la intriga policial convierte la indignación humana también en intermitente narración detectivesca, servidas ambas por el infalible del relato que Eduardo Mendoza ha mostrado siempre y por una habilísima dosificación de los recursos expresivos que permite poner en leve sordina la ironía y el humor sin desvanecerlos, dar su parte a la ambigüedad sin difuminar la pesquisa criminal, dejar constancia de los tics y los fastos de una época sin convertir el color local en el eje de la narración y equidistar, en fin, de la melancolía y la sonrisa. Una tendencia, perceptible ya en La ciudad de los prodigios y La isla inaudita, a aunar; en un texto de muy bien trabada unidad de tono, diversos registros de la narrativa de Eduardo Mendoza, desde los más graves hasta los más livianos, alcanza acaso su punto de máxima madurez hasta hoy en la presente obra, en la que triunfan la sabiduría y el talento de uno de los principales narradores españoles contemporáneos.